
Muchos veranos echaba de menos tantas cosas coadyuvantes de felicidad estival: unas aletas, unas gafas, un tubo... que me sentaba en la Aguaysa (a la que llegaba caminando por las rocas) y soñaba cómo era flotar y cómo era aquel mundo salado, cerúleo, vivo, al que no podía llegar.
Y un día de agosto me vi flotando, escuchando el sonido de mi respiración a través de un tubo observando lo que había tras el espejo azul.
Aprender a nadar en la playa nunca, jamás, se olvida.