jueves, 6 de junio de 2024

Que en mi cuerpo se queda

He recorrido algo del mundo, dejando huellas en tierras lejanas y llenando mi mente con recuerdos imborrables.

Empecé mi travesía en el corazón de Europa, donde los paisajes cambian tanto como los idiomas. En Francia, perdí la noción del tiempo mientras caminaba por los callejones empedrados de París con, rodeado de la majestuosidad del Louvre y la Torre Eiffel. En Italia, me dejé envolver por la belleza de Roma, Venecia, Florencia, Milán y la Toscana.  Allí saboreé cada bocado de pasta y gelato. Alemania me recibió con la majestuosidad de los castillos bávaros y la modernidad vibrante de Berlín, donde la historia y la innovación se entrelazan. 

Islandia fue un espectáculo aparte. Desde los géiseres que brotan de la tierra hasta las imponentes cascadas como Gullfoss, cada rincón parecía sacado de un cuento de hadas. Las auroras boreales danzaban en el cielo, pintándolo con colores que jamás había imaginado. Las gentes islandesas, aunque reservadas al principio, mostraban una calidez y hospitalidad que hacían sentirme en casa. Y su gastronomía, con platos de cordero y pescado fresco, era tan rústica como deliciosa.

Luego, crucé el Atlántico hacia Nueva York, donde cumplí mi sueño de juventud. Y no dudé en volar a Toronto para llegar en guagua a las impresionantes Cataratas del Niágara. En California. Recorrí la Costa del Pacífico, donde los acantilados se encuentran con el océano en una sinfonía de olas y paisajes de ensueño. En San Francisco, el icónico Golden Gate Bridge y los empinados tranvías me dieron una bienvenida inolvidable. Pero fue en Los Ángeles, con su mezcla ecléctica de culturas y su vibrante escena gastronómica, donde realmente sentí el pulso de la costa oeste.

Mi siguiente destino fue las Vegas, Nevada, una ciudad de lo más artificial, pero llena de su particular historia.
Arizona me ofreció un contraste absoluto con sus vastos desiertos y el imponente Gran Cañón. Ver el amanecer sobre el cañón, con los colores cambiando cada minuto, fue una experiencia casi espiritual. Las formaciones rocosas de Monument Valley me transportaron a un paisaje marciano, y en Sedona, las energías de los vórtices me llenaron de una paz indescriptible.

Japón fue una fusión de tradición y modernidad. En Tokio, me perdí en el ritmo frenético de la ciudad, con sus rascacielos y tecnología de vanguardia. Kyoto, en cambio, me ofreció templos antiguos y jardines zen donde encontré serenidad. La gastronomía japonesa, desde sushi fresco hasta ramen caliente, era una delicia constante. Las gentes, siempre amables y respetuosas, hacían que cada encuentro fuera significativo.

Finalmente, la Isla de Sal en Cabo Verde fue un paraíso exótico que no esperaba encontrar... y mucho menos con tantas italianas. Las playas de arena blanca y las aguas turquesas eran solo el comienzo. La música tradicional, el morna, resonaba en cada rincón. Las gentes de Cabo Verde, con su alegría contagiosa, hicieron que mi estancia fuera inolvidable.

Cada lugar que visité me dejó una marca indeleble, una lección aprendida y una conexión con el mundo que jamás olvidaré. Mis viajes no solo me mostraron paisajes y arquitectura impresionantes, sino que me dieron la oportunidad de conocer a personas extraordinarias y probar sabores que nunca hubiera imaginado.