Mi padre cuyo cabello había tomado el color de la luna tenía en sus manos un mapa de historias. Manos fuertes, expresivas, curtidas por los años, pero siempre tiernas cuando se trataba de tocar lo que más amaba. Nunca castigó con ellas, nunca castigó. Su juventud había sido arrebatada por la Guerra Civil Española. Como tantos otros, había luchado en las trincheras, y su un alma se fue llenando de cicatrices. Sin embargo, cuando hablaba de aquellos tiempos, decía que la guerra era una bestia ciega, que destruía sin distinguir entre amigos y enemigos.
Lo que realmente había dejado una marca en su corazón no fueron las batallas en Guadalajara, ni el hambre, ni siquiera el miedo a morir. Lo que le rompió el alma fue la muerte de su única hija, Ángeles. Era joven cuando se fue, y era la luz de sus ojos, la razón por la que soportaba la crudeza de la vida. Con su partida, todo en él se apagó.
Y su dolor se convirtió en una especie de paz melancólica, en una bondad tranquila que impregnaba cada uno de sus gestos, con esa sabiduría que solo el sufrimiento puede otorgar. Su voz era suave, sus palabras pocas, pero llenas de significado.
Y vivió muchos años más, siempre con esa serena tristeza en sus ojos, pero también con una inquebrantable honestidad.
La tumba de Ángeles y la suya quedaron juntas, como ella siempre quiso.