Hace unas semana pasé por Pinto, en mi camino hacia Aranjuez, fue uno de esos en que el cielo parecía reflejar el peso de las memorias, con nubes bajas y el aire denso de nostalgia. Pinto, un pueblo que siempre había sido para mí un simple punto en el mapa, se reveló en ese momento como algo más que una parada fugaz. Las casas de ladrillo bajo, los tejados desgastados por el tiempo y las plazas pequeñas me hicieron sentir como si cada esquina guardara algún secreto, alguna historia que se negaba a morir.
A medida que avanzaba por sus calles tranquilas, me invadía un pensamiento persistente: mi tío Pepe. Un hombre que nunca conocí, cuya vida había quedado atrapada en la historia de España, víctima de la cruenta Guerra Civil. De él, solo conocía la foto color sepia que colgaba en la pared del pobre salón de mi casa desde que yo tenía uso de razón. No había más detalles, solo la mirada nostálgica de mi padre cada vez que se detenía frente a la imagen. En su tristeza silenciosa, yo veía lo que las palabras no podían expresar.
Pepe había muerto en manos de los republicanos y para mi padre, la guerra no había terminado nunca, y en su corazón aún latía la sombra de esa pérdida.
Cuando finalmente retomé el camino hacia Aranjuez, llevaba conmigo más que el simple recuerdo de haber pasado por un pueblo. Pinto, con su calma y su atmósfera impregnada de historias pasadas, se había convertido en un símbolo. Era el punto intermedio entre la vida de mi tío Pepe y la tristeza de mi padre, una conexión invisible entre el pasado y el presente. Y aunque no podía cambiar lo que ocurrió, sentí que al menos, en ese día, había hecho algo por recordar.