Decidí hacer mi viaje en solitario a Egipto estas navidades. Desde el momento en que pisé El Cairo, y luego Guiza , la sensación de estar en un lugar cargado de historia, ajetreo de coches, gurgonetas destartaladas, carros, tuc tuc, y viandantes que caminan entre ellos, fue impactante. Frente a las majestuosas Pirámides, me quedé sin aliento. Tocar su piedra fue tocar 5000 años de historia, y la Esfinge con su expresión enigmática, parecía custodiar ese tiempo.
De Guiza llegué hacia Saqqara, hogar de la menos célebre pero igualmente fascinante pirámide escalonada de Djoser. Aunque no recibe tanta atención como sus hermanas mayores, me impactó por su carácter único y por las decoraciones de las tumbas cercanas. Las paredes de las mastabas estaban cubiertas con relieves que parecían contar historias antiguas; escenas de banquetes, pesca y danzas que parecían cobrar vida.
Mi siguiente destino fue Asuán, al que llegué tras un vuelo breve pero emocionante y normal retraso, pero no tenía prisa. Me hospedé en la mágica isla Elefantina, un lugar en medio del Nilo, donde el tiempo se ha detenido pero que desgraciadamente es abordada por los viajeros de los cruceros, como si de un circo se tratase, a diario. Aunque dejan dinero, lo que les viene muy bien. Los nubios que habitan allí, con su hospitalidad genuina, me hicieron sentir como en casa, y me enseñaron que la sencillez puede ser una de las mayores riquezas.
Desde Elefantina, emprendí una excursión a Abu Simbel, partiendo mucho antes del amanecer. Llegar al templo cuando el sol, protagonista en su interior, apenas empezaba a despuntar fue una experiencia deseada. Las enormes estatuas de Ramsés II parecían guardianes de otro mundo. Fue otro momento de absoluta conexión con el pasado.
Otra aventura partió desde la isla Elefantina hacia Luxor, atravesando el valle del Nilo durante cuatro horss en un taxi cuyo chofer solo hablaba árabe. La travesía fue tan surrealista como fascinante; cada pocos kilómetros, el conductor se veía obligado a pagar pequeños sobornos a los policías en los controles que solo me miraban. Aunque me desconcertó al principio, pronto comprendí que era simplemente parte de la vida cotidiana en Egipto.
En Luxor, el Valle de los Reyes me dejó sin palabras. Caminar entre esas tumbas excavadas en la roca, algunas aún vibrantes con los colores de hace miles de años, fue un recordatorio de la obsesión egipcia por la vida después de la muerte. El Templo de Karnak, con sus columnas colosales y sus jeroglíficos que parecían extenderse hasta el cielo, era igualmente impresionante. Cada rincón estaba impregnado de una energía que hacía que me se sintiera pequeño ante el siempre presente pasado.
Durante todo el viaje, la hospitalidad de los nubios fue un faro constante. En un país donde las normas de conducción eran, como mínimo, desconcertantes, nunca me sentí inseguro. Los egipcios, con su cálida sonrisa y su disposición para ayudar, me demostraron que su país es mucho más que monumentos y paisajes: es una tierra de corazones generosos.
Cuando finalmente dejé Egipto, sentí que llevaba conmigo no solo recuerdos, sino también un pedazo del alma de la cuna de la Civilización. Cada amanecer, cada mirada al Nilo, cada sonrisa compartida con un local hizo que este viaje en solitario fuera, sin lugar a dudas, el mejor que he hecho hasta el momento.
Egipto recibe millones de Euros diarios por el turismo de cualquier tipo, pero es desalentador ver cómo el gobierno, no invierte en infraestructuras básicas.