Nací en una cuartería, en un cuarto de paredes delgadas donde el viento se colaba como un huésped más. La pobreza no era un concepto abstracto, era el pan de cada día, o la falta de él. Crecí con la certeza de que los sueños se arrugaban como la ropa blanca que colgaba en los tendederos de mi infancia.
De niño miraba las calles polvorientas, imaginando que algún día las recorrería sin la carga de la miseria sobre mis hombros. La adolescencia, en Carrizal, no fue mejor. Fue un tiempo de desconsuelos, de aprender que la vida a veces solo da golpes y rara vez da tregua. Pero aprendí a seguir adelante, a no rendirme, aunque a veces el horizonte pareciera un muro infranqueable.
Y entonces, llegó mi hijo. En él veo lo que nunca tuve. No solo en lo material, sino en la libertad, en la certeza de que el mundo no es un enemigo al que hay que burlar, sino un espacio donde se puede vivir con dignidad. Él monta una Yamaha R1, y cuando la veo, no veo solo una moto. Veo velocidad, viento, la posibilidad de escapar del peso de la tierra.
Las motos son así, un símbolo de lo que siempre quise: movimiento, independencia, un instante donde todo es puro presente. Y ahora lo saboreo con viajar. Pero no hay que perder el norte. Sé que una máquina como esa, porque tengo una (Honda, por supuesto), puede ser un arma de doble filo, que la adrenalina puede nublar el juicio y convertir la libertad en tragedia.
Por eso, cuando lo veo enfundarse el casco y encender el motor, no puedo evitar recordarle: "Disfruta, pero respetala"
.