En la oscuridad de la noche, cuando todo parecía ser simplemente una continuidad de días y rutinas, aquel fenómeno astral irrumpió como una herida de luz en el cielo, abriendo no solo el firmamento, sino también preguntas que dormían dentro de mí.
Miré hacia arriba, donde el cometa, con su cola larga y luminosa, rasgaba la bóveda celeste, y en ese instante sentí la inmensidad del universo. Todo lo que era, lo que pensaba y lo que vivía, se redujo a una minúscula chispa en medio de un cosmos incomprensible.
El cometa traía consigo una especie de eco de eternidad. Me sentí pasajero, un habitante efímero de un universo perpetuo, cuya historia se escribe en ciclos que superan cualquier vida humana.
A la luz del cometa, entendí que lo que define nuestra existencia no es lo que poseemos, sino lo que dejamos. No en términos materiales, sino en lo intangible, en las huellas que imprimimos.
Comprendí que, si bien no puedo detener el paso del tiempo, sí puedo llenarlo de significado, de dotar de significado a nuestros días, de elegir amar, crear, descubrir. Y eso, en medio de un universo tan vasto y frío, es lo que nos hace verdaderamente humanos.